Vivir en una novela

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Vivo en El rojo y el negro estos últimos días. Viví y viajé en La educación sentimental hace unas semanas. En las novelas se vive, se viaja, se refugia uno, se navega. Quién que haya navegado en Moby-Dick, en La isla del tesoro, en Veinte mil leguas de viaje submarino  no podrá olvidarlo nunca. Había empezado a leer la edición suculenta del Journal de Stendhal que recomendó aquí Pablo el Parisino y derivé inevitablemente hacia Le rouge et le noir, en una edición de bolsillo que tiene mucho de hipnótica, con un retrato tenebrista de Gericault en la portada, un hombre joven con mirada insomne y párpados enrojecidos que podrían muy bien ser Julien Sorel. Vivo en esa novela. Me tumbo con ella y con Lolita en el diván después de comer y si me despierto sin sueño de madrugada me levanto con sigilo para seguir leyéndola. No recordaba que fuera una novela tan impúdicamente llena de política, de dinero, de ambición, de mundanidad, de sexo. Por comparación con Stendhal o Flaubert los novelistas nos hemos vuelto muy estrechos. Confirmo una intuición antigua: Le rouge et le noir es Beethoven en la misma medida en que La chartreuse de Parme es Mozart. El resplandor sombrío y agobiante de las orquestaciones de Beethoven es el de este mundo contra el que se rebela tan en vano Julien Sorel: la voz heroica pero también muy frágil del piano desafiando a la orquesta y finalmente ahogada por ella. Me acuerdo de que una vez, hace años, hablé mucho rato de esta novela con Juan Marsé: su Manolo el Pijoaparte es un Julian Sorel xarnego de las barriadas periféricas de Barcelona. Cuando la gente, los literatos, hablan con tanto desdén de la novela decimonónica, como si fuera de un mueble polvoriento y antiguo, ¿a qué se refieren? Ya quisiéramos nosotros escribir novelas así, tan llenas de presente, tan furiosamente empapadas de la vida real. Quién será capaz de hacer la novela de este tiempo de alucinación y derrumbe, de esperpento y tragedia.